de Selva Almada, en
Literatura
Random House, 2014
El título
anticipa la dimensión del flagelo que Selva Almada va a reconstruir en sus
tramas íntimas. El genérico “chicas muertas” no es sólo la denominación en los
expedientes consultados por la autora; da cuenta de que, sólo en Argentina,
el asesinato de mujeres por el simple hecho de serlo, se materializa en cifras escalofriantes:
una muerta cada 30 hs. en el último año; 1236, en los últimos 5. Serena, Nora, María
Soledad, Wanda, María de los Ángeles, Paulina, María Luisa, Andrea, Sara… o
Selva. “Tengo cuarenta años y a
diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde
entonces, sigo viva. Sólo una cuestión de suerte”.
Esta obra no
ficcional de la ya consagrada autora entrerriana, se basa en el relato de una
investigación hecha por ella misma, sobre tres casos de jóvenes asesinadas en
los años ’80, aún impunes. Andrea Danne, “Sarita” Mundín y María Luisa Quevedo son
las “chicas muertas” cuya historia presenta Almada. La primera, entrerriana como ella, asesinada de una puñalada
en el corazón mientras dormía. Una joven cordobesa y pobre, Sara, atrapada en
las mafias de los prostíbulos que desapareció en 1988. Y la tercera, una
chaqueña de 15 años, violada y estrangulada, a poco de conseguir su primer
trabajo como empleada doméstica.
Al mismo
tiempo, la autora va a colocarse, como mujer, en el centro de la trama y
ocupando un lugar que lejos está de pretenderse neutral u objetivo. Así, el relato se configura desde la propia
experiencia que -como la frase citada- da cuenta de una marca: ella, una joven
de un pueblo de interior, es testigo epocal del asesinato de Andrea Danne y si hoy
puede contarlo, es casi por simple azar. Este ida y vuelta entre la historia
personal y la de las muchachas, articula el texto, a la par de la propia
historia de esta investigación infructuosa. De allí sabemos que la autora “habla”
porque el caso de Andrea estuvo siempre cerca y “volvía cada tanto con la noticia de otra mujer muerta”. Dar con el
derrotero de las otras dos chicas, en cambio, será casual o deliberado. A María
Luisa, la encontrará recordada en un diario chaqueño a 25 años de su asesinato;
a Sara Mundín, la buscará como otro botón de muestra de una situación
generalizada, cuando aún en la Argentina, “desconocíamos
el término femicidio”.
La tensión
siempre latente entre lo real y lo literario, característico del género al que
diera origen Rodolfo Walsh, sustenta este trabajo que se perfila como uno de
los mayores aportes al género de no-ficción en los últimos tiempos. De este
modo, Almada cuenta la historia de estas mujeres, (que podría ser la historia de
todas, de muchas de nosotras) intercalada con anécdotas recogidas durante su infancia,
juventud e inclusive, en el presente de la escritura, cuando la investigación
estaba desarrollándose. Mientras cuenta cómo era la vida de estas jóvenes y
cómo fue su muerte, se despliega su propia historia. El texto está inundado de
relatos, recuerdos y anécdotas narrados en primera persona, que bien podrían
constituir un repertorio de experiencias “femeninas”: la de jóvenes hijas de
trabajadores que van a estudiar a otra ciudad y hacen “dedo” para viajar
barato, quedando expuestas al acoso de los conductores; la de mujeres sometidas
al maltrato verbal de sus parejas en la calle y a la vista de todo el mundo; la
de una madre amenazada por el marido con el amague de un cachetazo y la
respuesta brava de la mujer, clavándole un tenedor en la mano. “Mi padre nunca más se hizo el guapo”,
sentencia Almada, para luego agregar: “No
recuerdo ninguna charla puntual sobre la violencia de género ni que mi madre me
haya advertido alguna vez específicamente sobre el tema. Pero el tema siempre
estaba presente.” Lo estaba en los comentarios familiares sobre vecinas que
se suicidan porque el marido le pega; sobre esposas de carniceros violadas no
por un desconocido, sino por propio marido (ante una sorprendida Selva de 12
años); o sobre un “Cachito” que “sacudía
las siestas con los escándalos que le hacía a su novia”. Son éstas las escenas
que “convivían con otras más pequeñas: la
mamá de mi amiga, que no se maquillaba porque su papá no la dejaba. La
compañera de trabajo de mi madre, que todos los meses le entregaba su sueldo
completo al esposo para que se lo administrara (…) La que tenía prohibido usar
zapatos de taco porque eso era de puta.”
Se devela
entonces, lo que intuimos como tesis central de un trabajo que se solapa con el
ensayo: el femicidio es el último
eslabón de una cadena de violencia cotidiana, ejercida sobre las mujeres.
Ésta se asienta sobre los prejuicios que laten en las anécdotas contadas. Imágenes que se vuelven potentes a la hora de
plasmar la denuncia sobre una sociedad patriarcal que se perpetúa bajo este
sistema y hasta nuestros días. La mención de los casos de Paulina Lebbos, Nora
Dalmaso, Ángeles Rawson, por citar los más resonantes de los últimos tiempos
están allí, en el recuento de Almada, para dar cuenta de la realidad de las
mujeres en pleno siglo XXI, tres décadas después de los hechos investigados, y
a pesar de que el término femicidio tenga plena vigencia.
El testimonio
y la investigación no alcanzan a la autora para “hacer justicia” frente a la
impunidad que sobrevive a las “chicas muertas”. Sin embargo, se niega a
callarse frente a la violencia machista y su naturalización. El bello y
terrible fragmento del poema de Susana Thénon que abre la obra, daría cuenta de
esa necesidad:
“esa mujer ¿por qué
grita?
andá a saber
mirá que flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?
¿por qué grita esa
mujer?”
Pero no es
allí donde enmudece Almada. También esboza una crítica a las instituciones
sociales cómplices de sostener tanta violencia e impunidad. Sarita Mundín, una
adolescente iniciada en la prostitución, será “rescatada” por Olivera, cliente
devenido amante y protector, principal sospechoso de su desaparición. Así, mientras
narra, dispara: “De yirar en la ruta,
pasó a tener una cartera de clientes del Comité Radical. Ella y su amiga Miriam
García eran militantes del partido, dos muchachas jóvenes y lindas que
enseguida llamaron la atención de los señores mayores, de buena posición social
y doble discurso”. La crítica estará dirigida también, hacia una justicia
que actúa con letargo como en el caso de María Luisa; mientras asoma, en
algunas oportunidades, lo que pareciera ser una visión de clase: Suárez, el
joven con quien ven a María Luisa por última vez, y su patrón, son sospechados
del asesinato a pesar de que los testigos, curiosamente, cambien sus
declaraciones contra el influyente patrón de pueblo.
Mención aparte
merece el personaje de una tarotista que guía a Selva Almada en este descenso a
los infiernos, viendo lo que ella no puede ver sobre estas chicas muertas. En
ese trayecto que Almada desanda buscando las pistas sobre las muertes, será
guiada como Dante por Virgilio, por “la Señora”. Ella será sus ojos y sentirá
lo que sintieron esas chicas antes de ser asesinadas. Es “la Señora” quien nos
acerca a los miedos de esas niñas, a los miedos de la narradora, a los miedos
propios. Y son estos miedos, recuerdo permanente de un oprobio milenario, los
que alimentarán el odio, que transformado en fuerza y voluntad de combate servirá
para que estas historias de “chicas muertas”, no hayan sido contadas en vano.
* Esta reseña fue publicada en el nº 11 del mes de julio, en la revista Ideas de Izquierda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario